MI VIDA, ¿QUÉ VIDA?




Entró la luz por la ventana y Silvia abrió un ojo con pereza y hastío. Desde hacía semanas su vida no le llenaba. Carecía de sentido, de sentimientos. La psicóloga que la trataba decía que eso era normal en su estado. ¿Y cuál era su estado exactamente? Desde aquel accidente en el que perdió la memoria, su vida ya no le pertenecía y los recuerdos que albergaba en su interior, tampoco le motivaban. El neurólogo aseguraba que con el tiempo volvería a recordar esa parte de su vida que se había borrado; pero Silvia en su fuero interno no deseaba hacerlo. No sabía ni lo que quería. Bueno sí, una cosa era segura: no quería levantarse de la cama. Cada mañana le suponía un reto y cada vez le costaba más vivir una vida que no sentía suya. Y lo sé a ciencia cierta porque Silvia soy yo.
Si mi madre viviera, diría que no sabe de qué me quejo. Tengo todo lo que cualquier mujer podría desear: un marido rico y una casa de diseño en la que vivo como una reina sin tener que trabajar. Pero ese hombre no despierta ningún tipo de sentimientos en mí; ni siquiera recuerdo si lo seguía queriendo después de cinco años de matrimonio. Me dijeron que caí rodando por las escaleras; un accidente doméstico. Estaba sola en la casa y hasta que vinieron los servicios sanitarios, pasé muchas horas inconsciente. También perdí a mi bebé. No me produce ninguna pena porque tampoco recuerdo que estuviera embarazada. Y si alguna vez tuve ese instinto maternal, puedo asegurar que ahora ya no.
Conocí a Carlos, mi marido, en un crucero. De eso sí me acuerdo perfectamente: me enamoré de él casi al instante. Carlos tenía treinta años y yo acababa de cumplir los veintidós. Era la primera vez que viajaba (exceptuando el viaje de final de curso). Había terminado mis estudios de esteticista y llevaba poco más de cinco meses trabajando en una peluquería de mi barrio. Carlos vivía a 500 km. de mí, pero eso no me importó. Después de tres meses de conocernos, me fui a vivir con él. Total, mi madre ya no estaba y mi padre era feliz con su nueva familia; yo parecía no tener cabida en ella. En resumen, nadie pareció afectado con mi ausencia. Carlos, (o más bien mi suegra que es de esas de golpes de pecho y rosarios), nos obligó a casarnos porque eso de que viviéramos juntos en pecado... Aunque nunca fui la mejor opción para su hijo; pero me aceptó. Me casé un 22 de abril; nueve meses después de conocernos. Y sí, por aquel entonces era muy feliz. Después de cinco años de matrimonio... No lo sé, porque no lo recuerdo... o a lo mejor es que no me interesa recordarlo. No volví a trabajar; Carlos es arquitecto y gana el suficiente dinero como para que yo no tenga que preocuparme por nada. Me encargo de las tareas del hogar, aunque tenemos una señora de la limpieza que viene dos días por semana.
Tengo cita con la psicóloga a las seis. Carlos no puede llevarme, pero envía un taxi a recogerme. Por lo visto no tengo carnet. Antes tenía una moto, pero dice Carlos que me volví muy pija y ya no quería desplazarme más que en taxi cuando me iba de compras con mis amigas. Si él lo dice será verdad. Pero recuerdo que le tenía mucho cariño a mi moto. Me la compré con mis ahorros y tuve que discutir mucho con mi padre para que accediera a ello. No sé, tal vez al llevar cierto nivel de vida, Carlos tiene razón y me volví un poco señorona. La psicóloga insiste en lo mismo de siempre (no sé ni para qué vengo). Me anima a que salga de mi depresión. Me aconseja que no me esfuerce en recordar, que repita las mismas rutinas de siempre, haga mi vida normal y todo volverá por sí solo. ¿Qué vida? Quedar con mis amigas del club (a las que recuerdo vagamente pero que no me caen demasiado bien). Aguantar a mi suegra lamentándose por la pérdida de un niño que tardó muchos años en llegar (entiendo que por mi inutilidad para quedarme embarazada). Un niño del cuál no recuerdo absolutamente nada. Salvo por un ligero dolor que siento en el vientre; podría jurar que me están mintiendo cada vez que me recuerdan que yo estaba embarazada. Y eso me gustaría saber a mí: ¿a qué vida pretendo volver? Porque algo en mi inconsciente me está gritando que esa vida no me gustaba. Conforme cae la tarde y la luz del sol se va apagando, me sobreviene una angustia que no sabría explicar. Me pongo a temblar y me falta el aire. Todos los días es lo mismo. Así que me tomo una de esas pastillitas mágicas y enciendo la radio porque no soporto el silencio. Preparo la cena ya que Carlos no tardará en llegar. Un sonido repetitivo, como el de una alarma, capta mi atención. Apago la radio y doy vueltas por la casa en busca de su procedencia; pero cesa de pronto. Oigo la cerradura de la puerta y se me encoge el corazón. Absurdo porque se trata de mi marido; ¿de qué narices me asusto? Me da un beso rutinario y me pregunta cómo estoy hoy. Contesto que bien bastante desconcertada. Si se supone que quería tanto a Carlos, ¿por qué no me siento segura y reconfortada a su lado? No me gusta que me bese porque me siento muy rara. A veces creo que hasta asqueada. Lo cierto es que desde el accidente no compartimos habitación. La psicóloga le explicó a Carlos que era mejor para mí hasta que me adaptara nuevamente y él pareció comprenderlo. No me siento preparada para compartir ningún tipo de intimidad con él. Sirvo la cena y saco una botella de vino de reserva. Carlos se bebe más de la mitad; yo por descontando no doy ni un solo trago porque sería contraproducente con la medicación. Aun así, él insiste todas las noches. Carlos es un apasionado de la enología. Tenemos una pequeña bodega en el sótano. De hecho, es accionista de una compañía vinícola. Me voy pronto a dormir porque las pastillas surten su efecto. Carlos, un poco embriagado, insiste en que me quede a su lado viendo una película. Deshaciéndome de sus besos y abrazos, corro a refugiarme en mi habitación. No sé por qué tengo esta sensación tan rara cuando estoy a su lado. Tal vez ya no nos queríamos... Pero entonces, ¿por qué íbamos a tener un hijo? Caigo rendida en los brazos de Morfeo. En mi oscuridad sin recuerdos recientes, me veo a mí misma haciendo la maleta angustiada y con premura. El corazón se me acelera. Estoy muy asustada y unas lágrimas humedecen mi rostro. Siento unas pataditas en mi vientre abultado e intento calmar a mi niño: «No tengas miedo, todo saldrá bien». Es un vano intento de engañarme a mí misma también. Un portazo me alerta de que lo peor está por llegar. Una sombra oscura me ataca. Un golpe seco y doloroso me despierta a la realidad. Grito con todas mis fuerzas en la oscuridad de la noche y hasta una lágrima se me escapa. Enciendo la luz asustada. Ya pasó. No ha sido más que una pesadilla, me digo a mí misma. ¿O, y si no...?
Amanece un nuevo día y como de costumbre, yo me quedo en la cama sin ánimos de levantarme. Viene la señora de la limpieza. Es rumana; apenas entiende mi idioma (y si lo hace) ha decidido no dirigirme la palabra. Noto que me observa y cada vez que lo hace pone cara de pena.
-Señora, ¿limpio habitasión niño?
-Sí, por favor.
La habitación de mi hijo... Suena raro. Todavía no me he atrevido a entrar... siempre está cerrada. Cuando Ilinca se va, la curiosidad me puede y entro en la habitación de Elías. Así se iba a llamar; lo sé porque está pintando en la pared junto a unos ositos muy cursis. La habitación es toda azul (demasiado azul). Debajo de la ventana está la cama (llena de más osos de peluche) y al otro lateral su cunita y un armario. Debería llorar su pérdida. Pero no siento nada. Absolutamente nada. Me tumbo en la cama y observo el techo como esperando encontrar respuestas a tantas dudas. Una luz parpadeante capta mi atención. Es un cuadro digital; pero está apagado. La curiosidad me invita a pulsar el botón de encendido. Entonces obtengo un primer plano de mi nariz, boca y escote. Es una cámara. ¿Una cámara? Tenemos una cámara de vigilancia en la habitación del niño. Me pregunto si habrá más por el resto de la casa. Me dedico a deambular por ella en busca de más cámaras ocultas. En el comedor descubro una con forma de ambientador. Me altero porque no sabía que mi marido me tenía tan controlada. Le envío un mensaje sin pensarlo demasiado y casi al instante de haberlo hecho, me arrepiento; pero ya es tarde.
«¿Tenemos cámaras de vigilancia en casa?».
«Sí, amor. No lo recuerdas, pero hubieron una serie de robos en la urbanización y tú me pediste que las instalara para tu tranquilidad».
Sin poder explicar el por qué, me siento incómoda al saberme vigilada constantemente. Informo a Carlos de lo que voy a preparar para la cena y me pide que le suba una botella de vino gran reserva del 72 de las Encinas. No entiendo nada de vinos, pero supongo que no debe ser tan difícil su encargo.
Recibo una visita desafortunada de mi vecina. Tiene tres hijos que ahora están en sus múltiples actividades extraescolares. Y un marido médico que siempre está de guardia. Se autoinvita a merendar conmigo aunque solo quiere una infusión porque vive constantemente en dieta (eso no lo recuerdo, pero me lo ha dicho ella). Cosa que pongo en duda cuando le ofrezco un trozo del bizcocho que horneé por la mañana. Tampoco sé si yo era buena cocinera; pero en cierto modo, me siento muy a gusto cuando estoy cocinando. Eso hace que me olvide un poco de mi situación actual. Me atrevo a preguntarle a mi vecina si ellos también tienen cámaras de vigilancia por aquello de los robos.
¿Qué robos?
Insisto en la pregunta por si no me ha entendido bien, pero ella me mira con esa cara de: «¡Pobre! Realmente está mal».
Sí, tenemos una cámara fuera de la casa pero... No se han producido tales robos; nunca.
No insisto más. El caso es que Carlos me ha mentido y empiezo a sospechar que este no es un caso aislado. ¿Qué más cosas me habrá dicho que no son ciertas? Cuando mi arrogante vecina se va, me dispongo a preparar la cena. Me sobreviene la angustia de todos los días y me tomo mi pastillita mágica. Después preparo el pollo y lo meto al horno. Eso me recuerda que tengo que bajar a la bodega a por la botella de vino. No sé bajo qué criterio ordena Carlos las botellas; por eso me cuesta encontrar el Gran Reserva. El sonido de una alarma me sobresalta. Parece que sea de un reloj. Este es el sonido que escucho todos los días. Parece que proceda de debajo de una de las estanterías. Me tumbo en el suelo y paso mi mano por debajo tratando de encontrar algo. ¡Ahí está! Lo saco y presiono el botón de apagado. Un escalofrío me recorre entera y se me hiela la sangre. Las visiones como ráfagas, aparecen de golpe y un dolor agudo hace que parezca que me va a estallar la cabeza. Es el reloj de Carlos y lo sé porque yo se lo arranqué de la mano cuando intentaba estrangularme. Me acurruco en un rincón de la bodega asustada y lloro amargamente mientras a mi memoria vienen cada golpe, cada insulto, cada abuso suyo... Sí, porque, aunque sea su mujer y aunque me gritara que nadie me iba a creer, cada vez que me forzaba era una violación. De hecho, ya no recuerdo cuál fue la última vez que me entregué a él voluntariamente. Lo tenía todo preparado para huir de este maldito infierno; pero no contaba con que él me tenía vigilada muy de cerca. ¡Secuestrada en mi propia casa! Miro la hora y me pongo a temblar porque ese hijo de puta está a punto de regresar. Puede que todavía me quede algo de tiempo... Subo corriendo las escaleras. Esas mismas por las que él mi tiró para cerrarme la boca. Quiso matarme y ojalá lo hubiera conseguido. Despertar a esta realidad es mucho peor que la propia muerte. Entro corriendo en la habitación de mi hijo. Mi pequeño... Era lo único bonito que me había pasado en esta puta vida. Por él merecía la pena vivir. Por él estaba dispuesta a huir del yugo de Carlos y empezar una nueva vida. De lo contrario, hace tiempo que yo misma me la hubiera quitado. Busco debajo de la cama, pero la maleta ya no está. Voy corriendo a mi habitación y rebusco en armarios y cajones. Ni pasaporte, ni documentos personales... Todo me lo ha quitado. Oigo la puerta de entrada y el corazón se me dispara.
Cariño, ya estoy en casa.
Me dan ganas hasta de tirarme por la ventana. Pero no, Silvia, esta vez te toca ser fuerte y vengar la muerte de tu hijo.
¡Silvia!¡Silviiiiaaaa! ¡Maldita sea! Vas a quemar la cocina.
Ese energúmeno que grita sí es mi marido. Por fin muestra su auténtica naturaleza. Furioso, me espera en la cocina con la bandeja del pollo quemado recién sacado del horno.
¿Qué coño hacías? Para una mierda que tienes que hacer, y la haces mal.
Supongo que ya lo sabrás, ¿no? Para eso están las cámaras.
¿De qué hablas?
Tú me tiraste por las escaleras —lo digo calmadamente, remarcando cada palabra.
Fue un accidente.
¡Y una mierda! —Y esta vez lo grito bien fuerte—. ¡Tú me tiraste por las escaleras y mataste a nuestro hijo! Eres un maltratador, un asesino, un viola...
De un guantazo me lanza contra la nevera.
Fue un accidente. Y no vas a decir nada a nadie, cariño.
Que me diga cariño me resulta aún más doloroso que el golpe.
Prepara otra cosa para cenar; tengo hambre.
Se da media vuelta dispuesto a salir de la cocina. Momento que yo aprovecho para coger el cuchillo grande del fregadero, todavía manchado con la sangre del pollo.
Te voy a denunciar.
Se gira furibundo, dispuesto a volver a golpearme, pero se detiene al verme con el cuchillo en alto.
¡Tú no vas a hacer tal cosa, maldita zorra! ¡¡¡Baja eso!!!
Intenta acercarse a mí y arrebatarme el cuchillo, pero yo corto el aire y retrocede. Por primera vez es él quien se asusta ante mi determinación. Con calma saco el móvil de mi bolsillo y marco.
Silvia, les diré que tras el golpe has perdido la cabeza. ¡Nadie te va a creer!
Lo ignoro y mantengo el cuchillo firmemente mientras me comunico con la telefonista del 112.
Sí. Buenas noches. Quería denunciar un homicidio.
¡Hija de puta!
Carlos se abalanza sobre mí y con el cuchillo le hago un buen tajo en el brazo. Grita de dolor, pero retrocede. Yo sin perder la calma, le doy nuestra dirección a la telefonista.
Sí. Vengan rápido, por favor. Acabo de matar a mi marido.
Cuelgo y dirigiéndome al cobarde hijo de la gran puta le digo (con el mismo asco con el que él se ha dirigido a mí durante todos estos años):
Lo siento cariño, pero finalmente he decidido que mi vida vale más que la tuya.



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