Ganadora SEGUNDO ACCESIT Concurso Literario Arsenio Escolar
El pasado 20 agosto se entregaron los premios del VIII Concurso Literario Arsenio Escolar, del que resulté galardonada con el SEGUNDO ACCESIT.
Como no pude asistir de forma presencial por la distancia, os comparto el vídeo de agradecimiento y una breve lectura de un fragmento del relato. Adjunto os dejo el relato completo para quien guste de leerlo.
LA HERENCIA DE LOS LIBROS
-Vanessa González Villar-
Había heredado una casona en
ruinas junto a un montón de deudas. Puede que más adelante se
arrepintiera de ello, pero estaba entusiasmada con la reforma.
Requería de una fuerte inversión, pero la convertiría en un
alojamiento de turismo rural. Calculaba que en unos cinco años
habría recuperado la inversión, eso siendo demasiado optimista. El
estudio del abuelo olía a polvo y aunque hacía más de medio año
desde que dejó este mundo, a Victoria le pareció también percibir
un ligero olor a tabaco incrustado en las paredes. Descorrió las
cortinas para que entrara la luz y abrió los ventanales para
ventilar la estancia. Observó el viejo estudio del abuelo. En un
rincón, majestuosa, se encontraba la vieja máquina de escribir con
la que le dio vida a su primera novela. El tiempo había agarrotado
sus teclas, pero seguía siendo uno de los mayores tesoros del abuelo
junto a su biblioteca: atestada de viejos y polvorientos ejemplares
de títulos mundialmente conocidos, otros no tanto. Las estanterías
ocupaban tanto espacio que el enorme estudio se quedaba pequeño.
Victoria pensó que tendría que deshacerse de todos esos libros pues
en sus planos esa habitación se convertiría en una sala de juegos.
«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», pensó para sus
adentros. Buscó una escalera y empezó a desnudar las estanterías
repletas de libros polvorientos. Los primeros los bajó con cuidado,
pero hastiada de tanto esfuerzo y viendo que la limpieza le llevaría
toda la tarde, empezó a lanzarlos sin piedad contra las baldosas.
—María Victoria Sampedro, ¿se
puede saber qué narices estás haciendo? —gritó enérgica una
mujer desde el umbral de la puerta del estudio.
—Mamá…
Victoria puso la misma cara que
cuando de chiquilla la sorprendían haciendo una gran trastada. Casi
resbaló en las escaleras del susto.
—No te esperaba… Creí que
seguías de retiro espiritual en Cerdeña.
—En estos momentos tu abuelo,
mi queridísimo padre, debe estar revolviéndose en su tumba.
María Reyes de Sampedro (le
gustaba que le llamaran por su apellido de casada pues le otorgaba
más distinción, no obstante era la ilustre viuda de un gran
empresario de la construcción), dramatizó unas lágrimas que
acabaron por salpicar los cristales de sus gafas de sol.
—Solo son libros viejos, mamá.
No dramatices, hazme el favor. Si no has venido a ayudar, mejor no
molestes.
—¿Solo son libros? Dice la
ingrata. ¡Es la herencia de tu abuelo!
—La herencia de mi abuelo
—puntualizó Victoria bajando de las escaleras— es una casona en
ruinas con demasiadas deudas. A punto estuve de renunciar a ella.
Solo espero que la idea del alojamiento rural funcione.
—¡Ingrata! En eso has salido a
tu padre.
María Reyes se agachó a recoger
los libros desperdigados por el suelo. Victoria ayudó a su madre muy
a su pesar.
—Tu abuelo fue uno de los más
grandes escritores españoles de su época. Casi Premio Nobel. Lo
cual fue muy injusto porque se lo merecía, pero a última hora…
—Mamá, me has contado esa
historia un millón de veces, de verdad que te la puedes ahorrar.
—¿Dónde vas a llevar todos
estos libros? —preguntó María Reyes molesta.
—No sé. Los donaré, supongo.
El bufido que soltó María Reyes
de Sampedro resonó en toda la casona.
—Los libros tienen vida. Tienen
pasado, tienen presente y tienen futuro. Un libro es inmortal,
Victoria. Y es sagrado.
Enfadada tomó el primer ejemplar
que tenía a mano y casi se lo estampó a su hija contra la cara.
—Lee, Victoria.
—¿De qué vas, mamá?
—¡Lee!
Victoria no quiso contrariar a su
madre, cuando se ponía así de dramática tenía todas las de
perder. Así que abrió el libro y leyó una página al azar.
**************
El
repiqueteo de las botas sobre los adoquines
anunciaba la llegada de una cuadrilla, aunque no se tratara más que
de un par de guardias civiles. Golpes enérgicos y temerosos abrieron
la puerta de la pequeña estancia.
—¡Blanca,
vienen a por ti! Rápido, quémalo, ¡quémalo todo!
—¡No!
Jamás lograrán silenciarme.
La
pequeña mujer de pelo cano zarandeó a Blanca con una fuerza
inusitada para un cuerpo tan enjuto.
—Has
perdido la cordura, hija. O destruyes esas cosas que escribes o
acabarás en el garrote —pronunció con lágrimas en los ojos.
—Lo
siento, madre —abrazó a la pobre mujer besando su cabello cano—,
pero este es mi destino. Nada ni nadie podrá callarme.
Blanca
salió de la estancia pausadamente mientras que su madre se enjugaba
las lágrimas con el borde del delantal. La pareja de guardias
civiles no tardó en golpear la vieja puerta de aquella humilde casa
del barrio más pobre de todo Madrid. Cuando la anciana mujer abrió,
fue impulsada hacia el interior por aquellos hombres que husmearon
por toda la casa sin ningún miramiento, en busca de su
revolucionaria hija. Tarea bastante sencilla pues la casa no disponía
de apenas estancias. Pronto descubrieron a Blanca atizando en la
lumbre un montón de papeles que eran devorados por las llamas. Nada
ya quedaba por rescatarse.
—Blanca
Águilas, queda detenida en nombre de la guardia civil.
Ella
se ofreció a acompañarlos sin oponer resistencia con la mirada
altiva y satisfecha mientras que su madre lloraba desconsolada
pensando que tal vez esa sería la última vez que vería a su hija
con vida.
—Perdóneme,
madre. —Fue lo último que pronunció antes de que un guardia civil
la empujara hacia la calle.
**************
Victoria tragó saliva pues tenía
la garganta seca o ¿era la emoción contenida por la lectura?
—Blanca
Águilas siguió escribiendo desde la cárcel. Fue una de las
primeras sufragistas españolas y nos dejó su gran obra maestra
Mujeres en el
silencio. Gracias a
su lucha por los derechos de la mujer, el 19 de noviembre de 1933,
por primera vez en la historia, las mujeres españolas acudieron a
las urnas. Lamentablemente ella nunca vio su sueño cumplido pues
murió en la cárcel, ocho meses antes, a causa de una neumonía. Y
tú, hija mía, querías tirar su historia a la basura.
—Lo
siento, mamá. —Casi le oyó suplicar perdón como cuando era niña.
—¿No
me vas a invitar a un café?
Victoria
bufó resignada camino de la cocina en busca del dichoso café.
—María
Victoria —se escuchó desde el estudio— mejor que sea una copa;
la voy a necesitar.
Entre
los libros desperdigados por el suelo, María Reyes recuperó un
antiguo volumen de La
loca de Tordesillas. Deslizó
por la
cubierta suavemente sus manos, como en una caricia y lo abrió. Ahí
estaba la dedicatoria, en tinta desgastada, dedicada a ella. «A mi
pequeña Reina, con todo mi amor». Cerró el libro de golpe y lo
lanzó contra las baldosas.
—María
Reyes de Sampedro, ¿te has vuelto loca? ¿No se supone que debía
tratar los libros como si fueran obras de arte?
Victoria
le entregó la copa de vino a su madre y se agachó a recoger el
libro castigado. ¿Qué habría hecho ese libro para merecer tal
fortuna? Leyó el título y su autora.
—Lourdes
Parreño.
Esta no era la…
—La
amante de tu abuelo —sentenció María Reyes dando un largo trago a
la copa de vino—, la culpable de que mi madre perdiera las ganas de
vivir.
Victoria
abrió el libro y se quedó atrapada por la dedicatoria.
—Los
libros también tienen recuerdos —pronunció amargamente María
Reyes— los recuerdos de la historia que se cuenta, los recuerdos
del escritor que la plasma y los recuerdos del lector. Un libro
atrapa los recuerdos del mismo modo que lo hace un perfume. A veces
son dulces, otros amargos, malditos, confinados al destierro como esa
Juana a la que tanto admiraba. Irónicamente, la desgraciada acabó
convirtiendo a mi madre en un alter ego de su personaje.
—Mamá,
¿no debería ser el abuelo el auténtico culpable en esta historia?
¿Por qué a él nunca le guardaste rencor? Hasta donde me llega la
memoria, siempre has idolatrado al
abuelo.
María
Reyes sonrió y dio otro sorbo a su copa de vino.
—Es…
era mi padre. Y como tal fue perfecto. Esa no era mi guerra.
—Y
la abuela, ¿por qué lo permitió?
—¿Acaso
alguna vez culpó la reina Juana
a
Felipe I
de
su desgracia?
**************
Recluida
me hallo entre los muros de este castillo. Confinada aquí, primero
por mi padre y posteriormente por mi hijo Carlos I. Irónicamente,
nunca antes me he sentido tan libre. Desde el día de mi nacimiento,
cada paso fue orquestado por mi familia en beneficio de la corona de
Castilla y Aragón. Yo solo he sido un peón en este juego de tronos.
Con quince años me arrancaron de mi hogar pues habían acordado mi
matrimonio con el primogénito del monarca Maximiliano I de
Habsburgo; quien pasaría a la historia como Felipe I de Castilla.
Después de un tempestuoso viaje, llegué a Flandes, en donde nadie
vino a recibirme. Sentí morir de dolor ante el fatuo destino que me
esperaba: repudiada por mi esposo aún antes de conocerme. El 20 de
octubre de 1496 contraje matrimonio con «Felipe el Hermoso»,
Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, Brabante y Conde de
Flandes. El sobrenombre con el que se conocía a mi esposo era del
todo justo, pues la primera vez que nuestras miradas se cruzaron,
sentí un fuego arder en lo más profundo de mis entrañas. Fue ahí
cuando comencé a enloquecer. Amar así debió ser un pecado y por
eso mi eterno castigo: llorar a un esposo que no supo serme fiel, que
si me amó, lo disimuló muy bien. Pasaré a la historia como «Juana
la loca»; esa que perdió el juicio de tanto amar. Y sin embargo no
saben que estoy más cuerda que nunca, pues nadie dirige mis pasos.
Amé intensamente; odié con la misma pasión. Y sí, confinada a
este destierro en Tordesillas, nadie jamás podrá controlar mis
pensamientos, porque esos vuelan libres. Mi mayor locura fue no
darles la razón a mis detractores y obedecer a mis sentimientos.
**************
Victoria
cerró el libro y lo depositó en una de las estanterías vacías.
—Era
una buena historia —dijo su madre—. Los estudios de Hollywood la
llevaron a la gran pantalla. Un fracaso estrepitoso. No obstante los
americanos siempre nos han considerado un país de toros y flamencas.
¿Qué sabrán ellos de la historia de España? Lourdes no supo
digerirlo y nunca más volvió a escribir. El karma, como diría mi
madre. Todos tenemos el nuestro y nadie se escapa.
Pegó
un largo trago apurando la copa y le pidió a su hija que le sirviera
más.
—¡Mamá!
A ver si te vas a emborrachar.
—Haría
falta más de una botella para tumbarme, hija. ¡Ah! Y sírvete tú
también una copa, anda. No me dejes bebiendo sola.
Mientras
Victoria iba en busca de la copa de vino, su madre repasó los
volúmenes que se apilaban en las estanterías que se habían salvado
a la «Hoguera de las vanidades» de su hija. Gracias a Dios, los
libros de su padrino seguían perfectamente ordenados junto a la
colección completa de Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores
favoritos de su padre. Ambos nacidos junto al mar. Su padre siempre
añoró su tierra, solía decir que el norte era muy frío, verde,
pero frío. Y él anhelaba el azul del mar. Tras la muerte de su
madre, esa a la que engañaba con otra mujer, jamás volvió a mirar
al mar. Su padre siempre fue un misterio para ella. Un escritor de
eso locos, tal vez como todos los escritores. Quizás todas sus
respuestas estaban en ese última novela que escribió antes de
morir: En el mar de
tus ojos. María
Reyes nunca había querido leerla por si descubría algo que prefería
ignorar.
—Aquí
tienes tu copa, mamá.
Hicieron
un intercambio. Victoria le dio la copa y María Reyes le entregó el
libro de su padrino.
—Pandemia
—leyó Victoria—, de Oblidio Santana.
—Mi
padrino; el mejor amigo de tu abuelo.
Victoria
abrió por la primera página y leyó la dedicatoria en voz alta
mientras María Reyes daba un trago a su copa.
—«A
mi hermano de letras». Recuerdo haber leído esta novela cuando
tenía unos veinte años. Me pareció muy dura; como una bofetada.
—Como
la vida misma.
—Hablaba
del cólera.
—Del
cólera, de la gripe española, de la viruela,… O quizás de algo
que está todavía por llegar —bebió nuevamente—. Oblidio
siempre fue un visionario así como Julio Verne.
**************
Cuando
los infectados alcanzaron los millares dejaron de contarse; al menos
no de forma precisa. La muerte se paseaba por las calles a sus
anchas, llamando a las puertas de aquellos que se escondían tras
ellas para no sucumbir a la plaga. Y si hay algo peor que la muerte,
ese es el miedo a morir. Los instintos más primarios tomaron el
control de la situación y ya era difícil distinguir entre cuerdos y
locos. ¡Pobres criaturas! Cuando todo aquello pasara solo lo
recordarían lo supervivientes. Y el ser humano es tan curioso…
Esos seres privilegiados pronto lo olvidarían todo y se entregarían
de nuevo al vicio, el ocio, la lujuria y el derroche sin haber
aprendido nada. Así es como sucede siempre.
**************
—Y
no le faltaba razón a mi padrino —dijo María Reyes rellenado su
copa de vino—. Culpamos a Dios (si es que existe) de todas nuestras
desgracias. Cuando el único culpable es el ser humano. El karma, ya
te lo dije María Victoria, existe el karma.
—Mamá,
¿no crees que ya has bebido suficiente?
María
Reyes le rellenó la copa a su hija.
—¡Bebe
y calla!
Madre
e hija acabaron de colocar los libros en las estanterías y exhaustas
se sentaron en el sofá a apurar sus copas.
—Mamá,
echo de menos al abuelo.
—Y
yo, hija.
—¿Por
qué no me lees uno de sus cuentos? Ese que me gustaba tanto, el que
me leías cuando era pequeña.
—A
la luna de Valencia.
También era el favorito de tu abuelo, aunque obviamente no
lo mejor que ha
escrito, pero le recordaba a su terreta.
Victoria
apoyó la cabeza sobre las piernas de su madre mientras esta le
acariciaba el pelo y le narraba la historia que ya se sabía de
memoria a fuerza de repetirla noche tras noche, años atrás.
**************
Ampar
se apresuró a cargar el carro con los canastos de seda hilada. Debía
traspasar las puertas de Serranos antes de que las cerraran. Siempre
era su padre el que se encargaba de vender la seda en los telares del
barrio de Velluters, pero una gripe lo mantenía postrado en cama más
de tres días y, si no vendían la mercancía lo antes posible, les
esperaban semanas de hambruna. Ampar salió de la alquería cuando el
sol estaba en lo alto. Era verano y soplaba poniente, peor suerte no
podía haber tenido la muchacha. ¿O sí? La mula bramó sofocada y
se negó a dar más de un paso. Desesperada, Ampar no le quedó más
remedio que encomendarse a su patrona, a la que honraron sus padres
al bautizarla.
—Por
lo que más quieras, madre —suplicó desosegada—, déjame cruzar
las puertas antes que caiga la noche; no permitas que duerma “a la
luna de Valencia”.
Como
si el cielo hubiera escuchado su súplica, Josep apareció por el
camino también con su carro cargado de mercancías. Se conocían
desde niños pues sus alquerías estaban próximas. Se ofreció a
echarle una mano con la mula que tenía muy desgastadas las
herraduras.
—Será
mejor que la ates a aquel árbol. Podemos cargar tus sedas en mi
carro. Así no llegarás a ningún lado, Ampar, y te tocará pasar la
noche al raso.
Con
ayuda de Josep, cargaron la mercancía en el carro del muchacho y
juntos retomaron el camino hacia Valencia cuando estaba atardeciendo.
En
el puente de Serranos había una larga cola, llena de carros que
esperaban traspasar las puertas de la ciudad. Ampar miraba nerviosa
al cielo y vio que la luna se vislumbraba resplandeciente. Un golpe
fuerte anunció que las puertas de las torres acababan de cerrarse.
Una lágrima resbaló por las mejillas de la muchacha.
—No
te apures, Ampar. Traigo una manta morellana para poder abrigarnos.
Nos cobijaremos en el carro y mañana será otro día. ¡Mira
chiqueta! ¡Mira la luna! No habrás visto una luna más bonica que
la de Valencia.
**************
María
Reyes observó cómo su hija se había quedado dormida del mismo modo
que cuando era pequeña. Siguió hablando aunque tal vez solo en su
inconsciente la escuchara.
—María
Victoria, esos libros tienen nuestras almas atrapadas. No puedes
olvidar, hija. No ahora… que me muero —lloró amargamente tras
desvelar su secreto—. Y esto es lo único de valor que te dejo: los
libros del abuelo.
-Vanessa González Villar-
Había heredado una casona en ruinas junto a un montón de deudas. Puede que más adelante se arrepintiera de ello, pero estaba entusiasmada con la reforma. Requería de una fuerte inversión, pero la convertiría en un alojamiento de turismo rural. Calculaba que en unos cinco años habría recuperado la inversión, eso siendo demasiado optimista. El estudio del abuelo olía a polvo y aunque hacía más de medio año desde que dejó este mundo, a Victoria le pareció también percibir un ligero olor a tabaco incrustado en las paredes. Descorrió las cortinas para que entrara la luz y abrió los ventanales para ventilar la estancia. Observó el viejo estudio del abuelo. En un rincón, majestuosa, se encontraba la vieja máquina de escribir con la que le dio vida a su primera novela. El tiempo había agarrotado sus teclas, pero seguía siendo uno de los mayores tesoros del abuelo junto a su biblioteca: atestada de viejos y polvorientos ejemplares de títulos mundialmente conocidos, otros no tanto. Las estanterías ocupaban tanto espacio que el enorme estudio se quedaba pequeño. Victoria pensó que tendría que deshacerse de todos esos libros pues en sus planos esa habitación se convertiría en una sala de juegos. «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», pensó para sus adentros. Buscó una escalera y empezó a desnudar las estanterías repletas de libros polvorientos. Los primeros los bajó con cuidado, pero hastiada de tanto esfuerzo y viendo que la limpieza le llevaría toda la tarde, empezó a lanzarlos sin piedad contra las baldosas.
—María Victoria Sampedro, ¿se puede saber qué narices estás haciendo? —gritó enérgica una mujer desde el umbral de la puerta del estudio.
—Mamá…
Victoria puso la misma cara que cuando de chiquilla la sorprendían haciendo una gran trastada. Casi resbaló en las escaleras del susto.
—No te esperaba… Creí que seguías de retiro espiritual en Cerdeña.
—En estos momentos tu abuelo, mi queridísimo padre, debe estar revolviéndose en su tumba.
María Reyes de Sampedro (le gustaba que le llamaran por su apellido de casada pues le otorgaba más distinción, no obstante era la ilustre viuda de un gran empresario de la construcción), dramatizó unas lágrimas que acabaron por salpicar los cristales de sus gafas de sol.
—Solo son libros viejos, mamá. No dramatices, hazme el favor. Si no has venido a ayudar, mejor no molestes.
—¿Solo son libros? Dice la ingrata. ¡Es la herencia de tu abuelo!
—La herencia de mi abuelo —puntualizó Victoria bajando de las escaleras— es una casona en ruinas con demasiadas deudas. A punto estuve de renunciar a ella. Solo espero que la idea del alojamiento rural funcione.
—¡Ingrata! En eso has salido a tu padre.
María Reyes se agachó a recoger los libros desperdigados por el suelo. Victoria ayudó a su madre muy a su pesar.
—Tu abuelo fue uno de los más grandes escritores españoles de su época. Casi Premio Nobel. Lo cual fue muy injusto porque se lo merecía, pero a última hora…
—Mamá, me has contado esa historia un millón de veces, de verdad que te la puedes ahorrar.
—¿Dónde vas a llevar todos estos libros? —preguntó María Reyes molesta.
—No sé. Los donaré, supongo.
El bufido que soltó María Reyes de Sampedro resonó en toda la casona.
—Los libros tienen vida. Tienen pasado, tienen presente y tienen futuro. Un libro es inmortal, Victoria. Y es sagrado.
Enfadada tomó el primer ejemplar que tenía a mano y casi se lo estampó a su hija contra la cara.
—Lee, Victoria.
—¿De qué vas, mamá?
—¡Lee!
Victoria no quiso contrariar a su madre, cuando se ponía así de dramática tenía todas las de perder. Así que abrió el libro y leyó una página al azar.
**************
El repiqueteo de las botas sobre los adoquines anunciaba la llegada de una cuadrilla, aunque no se tratara más que de un par de guardias civiles. Golpes enérgicos y temerosos abrieron la puerta de la pequeña estancia.
—¡Blanca, vienen a por ti! Rápido, quémalo, ¡quémalo todo!
—¡No! Jamás lograrán silenciarme.
La pequeña mujer de pelo cano zarandeó a Blanca con una fuerza inusitada para un cuerpo tan enjuto.
—Has perdido la cordura, hija. O destruyes esas cosas que escribes o acabarás en el garrote —pronunció con lágrimas en los ojos.
—Lo siento, madre —abrazó a la pobre mujer besando su cabello cano—, pero este es mi destino. Nada ni nadie podrá callarme.
Blanca salió de la estancia pausadamente mientras que su madre se enjugaba las lágrimas con el borde del delantal. La pareja de guardias civiles no tardó en golpear la vieja puerta de aquella humilde casa del barrio más pobre de todo Madrid. Cuando la anciana mujer abrió, fue impulsada hacia el interior por aquellos hombres que husmearon por toda la casa sin ningún miramiento, en busca de su revolucionaria hija. Tarea bastante sencilla pues la casa no disponía de apenas estancias. Pronto descubrieron a Blanca atizando en la lumbre un montón de papeles que eran devorados por las llamas. Nada ya quedaba por rescatarse.
—Blanca Águilas, queda detenida en nombre de la guardia civil.
Ella se ofreció a acompañarlos sin oponer resistencia con la mirada altiva y satisfecha mientras que su madre lloraba desconsolada pensando que tal vez esa sería la última vez que vería a su hija con vida.
—Perdóneme, madre. —Fue lo último que pronunció antes de que un guardia civil la empujara hacia la calle.
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Victoria tragó saliva pues tenía la garganta seca o ¿era la emoción contenida por la lectura?
—Blanca Águilas siguió escribiendo desde la cárcel. Fue una de las primeras sufragistas españolas y nos dejó su gran obra maestra Mujeres en el silencio. Gracias a su lucha por los derechos de la mujer, el 19 de noviembre de 1933, por primera vez en la historia, las mujeres españolas acudieron a las urnas. Lamentablemente ella nunca vio su sueño cumplido pues murió en la cárcel, ocho meses antes, a causa de una neumonía. Y tú, hija mía, querías tirar su historia a la basura.
—Lo siento, mamá. —Casi le oyó suplicar perdón como cuando era niña.
—¿No me vas a invitar a un café?
Victoria bufó resignada camino de la cocina en busca del dichoso café.
—María Victoria —se escuchó desde el estudio— mejor que sea una copa; la voy a necesitar.
Entre los libros desperdigados por el suelo, María Reyes recuperó un antiguo volumen de La loca de Tordesillas. Deslizó por la cubierta suavemente sus manos, como en una caricia y lo abrió. Ahí estaba la dedicatoria, en tinta desgastada, dedicada a ella. «A mi pequeña Reina, con todo mi amor». Cerró el libro de golpe y lo lanzó contra las baldosas.
—María Reyes de Sampedro, ¿te has vuelto loca? ¿No se supone que debía tratar los libros como si fueran obras de arte?
Victoria le entregó la copa de vino a su madre y se agachó a recoger el libro castigado. ¿Qué habría hecho ese libro para merecer tal fortuna? Leyó el título y su autora.
—Lourdes Parreño. Esta no era la…
—La amante de tu abuelo —sentenció María Reyes dando un largo trago a la copa de vino—, la culpable de que mi madre perdiera las ganas de vivir.
Victoria abrió el libro y se quedó atrapada por la dedicatoria.
—Los libros también tienen recuerdos —pronunció amargamente María Reyes— los recuerdos de la historia que se cuenta, los recuerdos del escritor que la plasma y los recuerdos del lector. Un libro atrapa los recuerdos del mismo modo que lo hace un perfume. A veces son dulces, otros amargos, malditos, confinados al destierro como esa Juana a la que tanto admiraba. Irónicamente, la desgraciada acabó convirtiendo a mi madre en un alter ego de su personaje.
—Mamá, ¿no debería ser el abuelo el auténtico culpable en esta historia? ¿Por qué a él nunca le guardaste rencor? Hasta donde me llega la memoria, siempre has idolatrado al abuelo.
María Reyes sonrió y dio otro sorbo a su copa de vino.
—Es… era mi padre. Y como tal fue perfecto. Esa no era mi guerra.
—Y la abuela, ¿por qué lo permitió?
—¿Acaso alguna vez culpó la reina Juana a Felipe I de su desgracia?
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Recluida me hallo entre los muros de este castillo. Confinada aquí, primero por mi padre y posteriormente por mi hijo Carlos I. Irónicamente, nunca antes me he sentido tan libre. Desde el día de mi nacimiento, cada paso fue orquestado por mi familia en beneficio de la corona de Castilla y Aragón. Yo solo he sido un peón en este juego de tronos. Con quince años me arrancaron de mi hogar pues habían acordado mi matrimonio con el primogénito del monarca Maximiliano I de Habsburgo; quien pasaría a la historia como Felipe I de Castilla. Después de un tempestuoso viaje, llegué a Flandes, en donde nadie vino a recibirme. Sentí morir de dolor ante el fatuo destino que me esperaba: repudiada por mi esposo aún antes de conocerme. El 20 de octubre de 1496 contraje matrimonio con «Felipe el Hermoso», Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, Brabante y Conde de Flandes. El sobrenombre con el que se conocía a mi esposo era del todo justo, pues la primera vez que nuestras miradas se cruzaron, sentí un fuego arder en lo más profundo de mis entrañas. Fue ahí cuando comencé a enloquecer. Amar así debió ser un pecado y por eso mi eterno castigo: llorar a un esposo que no supo serme fiel, que si me amó, lo disimuló muy bien. Pasaré a la historia como «Juana la loca»; esa que perdió el juicio de tanto amar. Y sin embargo no saben que estoy más cuerda que nunca, pues nadie dirige mis pasos. Amé intensamente; odié con la misma pasión. Y sí, confinada a este destierro en Tordesillas, nadie jamás podrá controlar mis pensamientos, porque esos vuelan libres. Mi mayor locura fue no darles la razón a mis detractores y obedecer a mis sentimientos.
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Victoria cerró el libro y lo depositó en una de las estanterías vacías.
—Era una buena historia —dijo su madre—. Los estudios de Hollywood la llevaron a la gran pantalla. Un fracaso estrepitoso. No obstante los americanos siempre nos han considerado un país de toros y flamencas. ¿Qué sabrán ellos de la historia de España? Lourdes no supo digerirlo y nunca más volvió a escribir. El karma, como diría mi madre. Todos tenemos el nuestro y nadie se escapa.
Pegó un largo trago apurando la copa y le pidió a su hija que le sirviera más.
—¡Mamá! A ver si te vas a emborrachar.
—Haría falta más de una botella para tumbarme, hija. ¡Ah! Y sírvete tú también una copa, anda. No me dejes bebiendo sola.
Mientras Victoria iba en busca de la copa de vino, su madre repasó los volúmenes que se apilaban en las estanterías que se habían salvado a la «Hoguera de las vanidades» de su hija. Gracias a Dios, los libros de su padrino seguían perfectamente ordenados junto a la colección completa de Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores favoritos de su padre. Ambos nacidos junto al mar. Su padre siempre añoró su tierra, solía decir que el norte era muy frío, verde, pero frío. Y él anhelaba el azul del mar. Tras la muerte de su madre, esa a la que engañaba con otra mujer, jamás volvió a mirar al mar. Su padre siempre fue un misterio para ella. Un escritor de eso locos, tal vez como todos los escritores. Quizás todas sus respuestas estaban en ese última novela que escribió antes de morir: En el mar de tus ojos. María Reyes nunca había querido leerla por si descubría algo que prefería ignorar.
—Aquí tienes tu copa, mamá.
Hicieron un intercambio. Victoria le dio la copa y María Reyes le entregó el libro de su padrino.
—Pandemia —leyó Victoria—, de Oblidio Santana.
—Mi padrino; el mejor amigo de tu abuelo.
Victoria abrió por la primera página y leyó la dedicatoria en voz alta mientras María Reyes daba un trago a su copa.
—«A mi hermano de letras». Recuerdo haber leído esta novela cuando tenía unos veinte años. Me pareció muy dura; como una bofetada.
—Como la vida misma.
—Hablaba del cólera.
—Del cólera, de la gripe española, de la viruela,… O quizás de algo que está todavía por llegar —bebió nuevamente—. Oblidio siempre fue un visionario así como Julio Verne.
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Cuando los infectados alcanzaron los millares dejaron de contarse; al menos no de forma precisa. La muerte se paseaba por las calles a sus anchas, llamando a las puertas de aquellos que se escondían tras ellas para no sucumbir a la plaga. Y si hay algo peor que la muerte, ese es el miedo a morir. Los instintos más primarios tomaron el control de la situación y ya era difícil distinguir entre cuerdos y locos. ¡Pobres criaturas! Cuando todo aquello pasara solo lo recordarían lo supervivientes. Y el ser humano es tan curioso… Esos seres privilegiados pronto lo olvidarían todo y se entregarían de nuevo al vicio, el ocio, la lujuria y el derroche sin haber aprendido nada. Así es como sucede siempre.
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—Y no le faltaba razón a mi padrino —dijo María Reyes rellenado su copa de vino—. Culpamos a Dios (si es que existe) de todas nuestras desgracias. Cuando el único culpable es el ser humano. El karma, ya te lo dije María Victoria, existe el karma.
—Mamá, ¿no crees que ya has bebido suficiente?
María Reyes le rellenó la copa a su hija.
—¡Bebe y calla!
Madre e hija acabaron de colocar los libros en las estanterías y exhaustas se sentaron en el sofá a apurar sus copas.
—Mamá, echo de menos al abuelo.
—Y yo, hija.
—¿Por qué no me lees uno de sus cuentos? Ese que me gustaba tanto, el que me leías cuando era pequeña.
—A la luna de Valencia. También era el favorito de tu abuelo, aunque obviamente no lo mejor que ha escrito, pero le recordaba a su terreta.
Victoria apoyó la cabeza sobre las piernas de su madre mientras esta le acariciaba el pelo y le narraba la historia que ya se sabía de memoria a fuerza de repetirla noche tras noche, años atrás.
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Ampar se apresuró a cargar el carro con los canastos de seda hilada. Debía traspasar las puertas de Serranos antes de que las cerraran. Siempre era su padre el que se encargaba de vender la seda en los telares del barrio de Velluters, pero una gripe lo mantenía postrado en cama más de tres días y, si no vendían la mercancía lo antes posible, les esperaban semanas de hambruna. Ampar salió de la alquería cuando el sol estaba en lo alto. Era verano y soplaba poniente, peor suerte no podía haber tenido la muchacha. ¿O sí? La mula bramó sofocada y se negó a dar más de un paso. Desesperada, Ampar no le quedó más remedio que encomendarse a su patrona, a la que honraron sus padres al bautizarla.
—Por lo que más quieras, madre —suplicó desosegada—, déjame cruzar las puertas antes que caiga la noche; no permitas que duerma “a la luna de Valencia”.
Como si el cielo hubiera escuchado su súplica, Josep apareció por el camino también con su carro cargado de mercancías. Se conocían desde niños pues sus alquerías estaban próximas. Se ofreció a echarle una mano con la mula que tenía muy desgastadas las herraduras.
—Será mejor que la ates a aquel árbol. Podemos cargar tus sedas en mi carro. Así no llegarás a ningún lado, Ampar, y te tocará pasar la noche al raso.
Con ayuda de Josep, cargaron la mercancía en el carro del muchacho y juntos retomaron el camino hacia Valencia cuando estaba atardeciendo.
En el puente de Serranos había una larga cola, llena de carros que esperaban traspasar las puertas de la ciudad. Ampar miraba nerviosa al cielo y vio que la luna se vislumbraba resplandeciente. Un golpe fuerte anunció que las puertas de las torres acababan de cerrarse. Una lágrima resbaló por las mejillas de la muchacha.
—No te apures, Ampar. Traigo una manta morellana para poder abrigarnos. Nos cobijaremos en el carro y mañana será otro día. ¡Mira chiqueta! ¡Mira la luna! No habrás visto una luna más bonica que la de Valencia.
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María Reyes observó cómo su hija se había quedado dormida del mismo modo que cuando era pequeña. Siguió hablando aunque tal vez solo en su inconsciente la escuchara.
—María Victoria, esos libros tienen nuestras almas atrapadas. No puedes olvidar, hija. No ahora… que me muero —lloró amargamente tras desvelar su secreto—. Y esto es lo único de valor que te dejo: los libros del abuelo.
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