SALIR, BEBER, EL ROLLO DE SIEMPRE...



Dicen que quien tiene un amigo tiene un tesoro, lo difícil es mantener esos lazos perdurables en el tiempo. A medida que crecemos lo hacen nuestras responsabilidades y no podemos pasar horas enganchados al móvil, como en antaño, contando nuestras penas o quedar todas las tardes a tomar café y debatir sobre los devenires de la vida. Por eso mis amigas y yo establecimos un pacto: cada dos meses se fija una fecha para vernos. Así pues, esta entrada de hoy va dedicada a ellas con todo mi cariño.

Había que poner un nombre al grupo y nos decantamos por LAS CHICAS DE ORO en honor a esa serie americana que tantas carcajadas nos arrancó a finales de los 80. Igual, por nuestra edad, muchos de sus guiños a la vida de unas viudas, solteras y divorciadas cincuentonas nos pasaron desapercibidos en su momento; pero llegados casi a los cuarenta nos ha sido más fácil identificarnos con ellas porque, pase lo que pase, vemos nuestra amistad perdurable en el tiempo. 

Cuando se acerca la fecha clave, es decir, la quedada, suceden dos hechos: alguna no puede venir porque tiene otro compromiso; el resto nos ponemos malas. Pero no pasa nada, hasta el sábado tenemos tiempo para drogarnos (drogas legales) y recomponernos. Se inicia el segundo debate: "¿Qué vais a poneros?". A lo que siempre hay alguna que contesta que no tiene nada en el armario, que los pantalones ya no le vienen, que siempre se pone lo mismo (de hecho hay alguna foto prueba de ello), y así un largo etcétera que nos da para debatir durante horas o días. Pues bien, cuando llegamos al punto de encuentro descubrimos que tanto debate no ha servido de nada pues parecemos las bailarinas de la orquesta: básicamente llevamos la misma ropa. Con el mismo estampado de pitón han hecho las tres camisas y la americana nos ha sacado a casi todas del apuro. Nuestros males se han acentuado: a quien no le duele le sacro, le duele la cadera, la tibia o el peroné. Parece una canción de Alaska adaptada a la tercera edad. Alguna se aventura a decir: "La próxima vez quedamos en los jubilados a jugar al parchís". No es necesario, porque un poco de fruta cura todos los males: una ronda (o dos) de vinito blanco y ya no nos duele absolutamente nada. Quedamos en El Café de las Horas, un lugar con encanto, famoso por su agua de Valencia, en el que es imprescindible (por no decir obligatorio) hacerse una foto. Pues bien, cincuenta fotos para que solo una de ellas salga bien. Entre tanto, hablamos de nuestras cosas. Yo me quito y me pongo las gafas intentando disimular lo obvio: sí, me han vuelto a poner gafas. Algunas se sorprenden con este cambio de look. ¡Ya ves! Las gafas son como la magia: siempre vuelven. Pero bueno, tampoco me voy a fingir sorprendida, me operé con veinte y pocos y el oculista ya me advirtió que con cuarenta volvería a llevar gafas. Lo único que me consuela es que estoy de moda; las camareras de las discotecas más cool se ponen las monturas sin cristal porque corre por ahí el rumor de que dan más morbo. Y al final, se acaban haciendo fotos con mis gafas para comprobar si es verdad.

Y cuando ya estamos todas es el momento de ir a cenar. ¡Horror! Salimos a la calle y está lloviendo. Está guay que con tanto satélite disperso por el universo y tantas aplicaciones móviles nadie oteara que iba a llover. Esta vez hasta me ha fallado la cicatriz que normalmente, cuando pica, es porque agua llega. (O igual es que el vino ha curado todos mis males, incluidas las erupciones cutáneas). Nos envolvemos con nuestras mantas morellanas cual si fueran burkas pues estamos en medio de una ola de frío polar (antes conocida como invierno). Una de nosotras se queja porque se acaba de planchar el pelo y ya le están saliendo los rizos. Llegamos con éxito, y apenas mojadas, al restaurante. La "amable" camarera que nos recibe me suelta una reprimenda por no avisar con tiempo que una de nosotras causaba baja. Ya ves, a quién se le ocurre ponerse con fiebre un sábado por la noche. Ante la nueva situación, intenta recolocar nuestra mesa. Yo lo primero que pienso es que en su vida ha jugado al Tetrix por razones obvias. Diez minutos después o así, se rinde ante la evidencia. Pese a ello, acabamos sentadas codo con codo junto a la pareja de enamorados de la mesa contigua; los pobres van a tener una cita a seis y no lo saben. Nos sentamos (literalmente) en los cojines de mi abuela. Y ella que pensaba que estaban anticuados, pues mira, han montado un restaurante vintage con los tapetes del ajuar de sus abuelas. Colgando de paredes tienes cosas tan útiles como un desatascador, la tabla de lavar o un orinal. (Bueno, el orinal puede que sí sea práctico por si el baño está ocupado y no te aguantas más). Colgando de nuestras cabezas está la colada (así ya no tienen que poner la secadora). Hablando del baño, tengo que ir antes de empezar a cenar. El aseo, como es habitual, está al fondo. Pero por alguna extraña razón, debemos pasar por la puerta de cocina. La "amable" camarera que nos atendió al llegar, me pregunta cual si estuviera en un interrogatorio del CSI, a dónde voy. En este momento me dan ganas de contestarle: "A la cocina. Soy de sanidad". Se hubiera cagado viva. Pero no, le respondo lo que es obvio: al baño. Para gran alivio, me da permiso para mear. Pedimos unas tapitas para cenar acompañadas de vinito. Cuando llega la primera tapa ninguna se atreve a tocar el plato. Miramos perplejas. Si las matemáticas no fallan, han puesto cuatro raciones y somos seis. Pedimos que amplíen la ración aunque debamos abonarla a parte. Esto se repite con cada nuevo plato que llega a la mesa. Con lo cual llego a la conclusión que todas las camareras son de letras. Que a ver, si ya hemos explicado las veces anteriores, que queremos ración para seis personas, que nos lo cobren pero que todas queremos cenar. ¿Qué parte es la que no entienden? Otra cosa no pero reírnos, nos reímos y mucho. Cuando llega la cuenta comprobamos que sí lo han entendido, lo de cobrarnos de más lo han captado a la primera. Pagamos religiosamente y esperamos el cambio mientras sacamos nuevas fotos para subir a nuestras redes sociales. La gente empieza a irse a otros lugares de ocio para seguir con la fiesta. Nosotras, acabado el vino y las fotos, seguimos esperando nuestro dinero de las vueltas. Finalmente, viendo que nos quedamos a fregar los platos a este paso pues hasta las camareras ya han sacado las escobas; me aventuro hasta la barra para pedir lo nuestro. La "amable" camarera de las veces anteriores, me saca nuevamente la cuenta. Le explico lo mejor que puedo que la cuenta YA ESTÁ PAGADA. Entonces se dirige a la pobre camarera que ha recogido el dinero y le va a caer la del pulpo. Nadie sabe qué ha sido de nuestro dinero; ya podíamos esperar las vueltas, ya... Viendo que la pobre chica se juega su puesto de trabajo le pido solo el cambio de los billetes, las monedas que iban sueltas se las pueden quedar de propina. Y así, problema resuelto, acabamos nuestra aventura en el restaurante vintage de mi abuela. Hubiera estado bien que me diera las gracias, pero se saltó ese capítulo de Barrio Sésamo. Hoy la aplicación del móvil me pide que valore el servicio. Pero hay cosas que no tienen precio, como lo bien que lo pasamos aunque nos quedáramos con hambre. No importa el sitio, no importa el servicio, lo realmente importante es la compañía y, como decían en ese programa del televisión del ya desterrado Canal Nou: "Tenim una altra cita!".




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